El martes 26 de julio tuvimos la oportunidad de asistir a uno de los acontecimientos deportivos del año en estas latitudes, las Galway Races. Del 24 al 31 de julio, Galway se engalona al galope de estos lustrosos animales para recibir a miles de visitantes procedentes principalmente de Reino Unido y otros condados de Irlanda.
He de reconocer que en Madrid jamás se me hubiera ocurrido ―ni en tiempos en los que funcionaba el hipódromo en todo su apogeo― pagar 15 ó 25 € por ver cómo unos jinetes cabalgan por llegar en primer lugar a la línea de meta, pero ya que estamos aquí nos apetecía comprobar porqué hay tanta afición.
Los accesos al estadio impresionan por estar en un paraje en el que domina el verde, color omnipresente en estos lares ―aunque normalmente no luzca como debiera por lo grises que suelen ser aquí los días de verano― realzado por el sol aquella radiante tarde. En los últimos 100 metros antes de las taquillas te encuentras con los típicos tenderetes que ves en los alrededores de un estadio de fútbol español en la víspera de cualquier partido, sólo que aquí venden chocolatinas, frutos secos, refrescos, gorros, sombreros, abalorios y réplicas de armas ―que se podrían meter por donde la espalda pierde su honroso nombre―. Una vez pagas el importe de la entrada en taquilla, accedes a un mundo en el que los caballos son un contexto que aglutina a una amplia variedad de personas que allí se reúne atraída por inquietudes diferentes. Por supuesto que no faltan los verdaderos apasionados que, cerveza y guía de carreras en mano, jadean a quienes enfilan la última recta para luego disfrutar comentado con ferviente entusiasmo y analítico rigor la carrera que acaban de presenciar. Hay gente que va a lucir palmito: chicas de atractivo cuerpo embutidas en coloridos vestidos que subrayan sus sinuosas formas, mujeres coronadas por pamelas que roban miradas, chicos elegantes que parecen recién llegados de una boda. Otras personas van en busca de dinero fácil apostando a ese caballo ganador que luego, como en los de mentira de las ferias, se desinfla en los últimos metros. Abundan también jóvenes que asisten con los colegas a disfrutar del ambiente, tomarse unas pintas y echarse unas risas piropeando algún femenino semejante que desafíe las normas de la física ―urbana, que no cuántica― y apostando pequeñas cantidades que suelen caer en saco roto. También hay curiosos que van a darse una vuelta y luego se adueñan de una sombra bajo “x” carpa o se sientan a escuchar a esa banda de música que ameniza el ambiente actuando a espaldas de una de las gradas.
Me sorprendió la ingente cantidad de personas que vi apostando ―en las oficiales, la apuesta mínima era 1 € y la máxima de 20―, y las muchas mujeres que se paseaban a lo largo y ancho del recinto buscando llamar la atención. Al día siguiente me explicaron que cada jueves de las Galway Races se celebra el Ladies´ Day, día en el que se eligen a la mujer y al hombre mejor vestidos y la mejor pamela. Las personas afortunadas reciben un premio en metálico: 50.000 € para la fémina mejor vestida, 20.000 € para el varón mejor vestido y 1000 € para la dueña de la pamela escogida por el jurado.
Me dejo para el final a los verdaderos protagonistas de este evento, aquellos a quienes John Wayne debe parte de su inmortalidad: a los caballos. No me gustó la mala ostia con la que algunos jinetes les golpeaban con una especie de fusta durante la carrera para incitarlos a correr más rápido, pero ninguno aparentaba estar mal cuidado, sino todo lo contrario. La cara de los caballos después del esfuerzo realizado en la carrera denotaba un fuerte cansancio, razón supongo por la cual algunos jinetes, antes de bajarse de sus lomos, daban con ellos una pausada y breve vuelta por una zona anexa a la de la carrera en la que los flashes se centraban en el caballo y el jinete ganadores.
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