Siempre que se empieza algo, priman buenas intenciones y la mejor de las predisposiciones; no obstante, la corriente del día a día muchas veces nos priva de sacar tiempo para esos pequeños placeres solitarios, arrastrándonos río abajo. Creo que desde hoy seremos más regulares y constantes en entretener los ojos que así lo deseen. Tenía pensado sobre qué escribir, mas se me olvidó en algún punto del Atlántico y, mientras doy con ello buceando en recuerdos, voy a cambiar de tema.
Estaba apurando un plato del día en una calle llamada Clinton —que no habrá calles por el mundo, no— cuando, para pagar por lo que había ingerido con prisa y sin perder de vista el equipaje, echó mano de su tarjeta, ese plástico tan cómodo que inventaron los bancos para cobrarte comisiones y evitarte llevar más peso en la cartera.
— Uy, ahora no podemos cobrarles porque el datáfono está ocupado. Esperen —afirmó seca la camarera mientras una allegada derramaba verborrea vía telefónica—. Veinte minutos y tres tensos intercambios de miradas después, una de las comensales hizo saber que dos de los presentes en la mesa tenían prisa por llegar al aeropuerto a tomar un avión, ante lo que el datáfono quedó libre en menos de lo que dura un “We Will Rock You”. Salieron hacia la parada más cercana, entre conversaciones atropelladas propias de consabidas despedidas no deseadas.
—El reloj no acompaña demasiado, pero debería darnos tiempo —afirmó bajando escalones que catapultan al subterráneo.
— No sé —le espetó desconfiado Fede, mirando hacia la expendedora de billetes, que decidió rebelarse contra su cometido— ¡Joder! No la lee —se desesperaba mirando directamente a los ojos de su amigo, que no pudo evitar unas palabras tranquilizadoras.
—A las malas, tengo algún “dollor” para pagar —afirmó resignado.
La máquina, consciente de su inminente derrota de uno otro modo, se plegó y expulsó dos billetes tras sendas lecturas válidas de la tarjeta. No tardaron en dar con el andén adecuado en la monocromática maraña de pasillos y escalones que presidía el suburbano cuando escasos minutos después arribó el tren deseado, que arrancó para continuar con normalidad hasta una parada antes de la Estación Central.
—Ya llevamos cinco minutos sin movernos, ¿qué pasará? —se preguntó Berto viendo colmarse el vaso de su paciencia.
—No mires tanto el reloj —replicó Fede dando paso a un silencio mutuo en el que sonaban como lejanas las palabras de las conversaciones que a su alrededor se sucedían en el interior del vagón. Un pitido precedió al megáfono, a través del que la voz ligeramente robotizada del conductor anunció que por exceso de tráfico en la línea el tren se hallaba inmóvil.
—¡Cojonudo! —deslizaron en alto los labios de Berto al tiempo que las miradas y expresiones corporales se tornaban inquietas y nerviosas sin disimulo—. Por favor, despejen la puertas en el momento de cerrarse —se escuchó por los altavoces del vagón tres minutos después—. Cerraron las puertas y un resoplido humano descompasó la ansiada puesta en marcha. La estación JFK se acercaba mientras se alejaba la posibilidad de llegar con tiempo suficiente para espantar a las prisas. —Esta es la nuestra. ¡Vamos! —afirmó Fede viendo cómo su amigo levantaba a pulso sus dos maletas.
—El AirTrain es por ahí —puntualizó Berto siguiendo las visibles indicaciones, bien repartidas durante todo el recorrido a seguir.
Caminaron, yendo varios pasos por delante el otrora bisoño en pos de batirse en un nuevo duelo con la expendedora. Ya pago los billetes con tarjeta —insistió a Berto cuando llegó a su altura— ¡¡Mierda!!, ¡otra vez igual joder! —exclamó sacudiendo airadamente la cabeza— ¿No tendrás algo suelto a mano? —preguntó asumiendo que esta vez había perdido la contienda—. Berto escrutó su desgastada cartera y extrajo rápidamente un billete de diez y otro de uno, los cuales fueron llave para lograr los pases con los que traspasar unos tornos severamente vigilados. Raudos subieron las empinadas escaleras mecánicas hasta llegar a una suerte de hall con acristaladas puertas correderas. ¡¡Corre, que ese es el nuestro!! —exclamó Fede temeroso de perder el tren lanzadera ante el retraso de Berto, que se había quedado escorado por un extraño que hizo besar el suelo a una de sus maletas—. Una vez dentro y depositadas las maletas en un lateral donde no pudieran molestar a los demás pasajeros, la pregunta era compartida, ¿daría tiempo a embarcar? Tres paradas después, la terminal 4 se erigía con aroma a interrogación y contenida respiración. Los pasos eran largos, apurando uno al límite su alargada zancada, esforzándose en seguirla el otro incrementando el ritmo de su caminar. Muchos mostradores aparecían ante unos ojos que examinaban fugazmente logotipos y nombres hasta dar con los apropiados.
—Mira eso. Es verdad lo que nos dijeron… “Para vuelos nacionales e internacionales se deberá facturar con un límite de una hora de antelación respecto a la salida del vuelo” —leyó Berto masticando la derrota.
—Estamos jodidos… ¿lo intentamos a ver qué nos dicen? —inquirió Fede— a lo que asintió su amigo.
Tras intercambiar saludos con la mujer del mostrador, de piel oscura y apariencia física similar a aquellas monjas que hacían coro a Whoopi Goldberg en Sister Act, ambos mostraron su tarjeta de vuelo.
—Hay un problema —alertó la mujer—. No me deja facturaros el equipaje porque el sistema ya ha cerrado —afirmó girando el monitor hacia los ojos de los turistas— Tendríais que haber facturado hace quince minutos. ¿Me enseñaríais el equipaje? —preguntó conciliadora—. Fede enseñó su maleta, que podría pasar perfectamente por equipaje de mano de no ser porque ya llevaba una abultada mochila y un póster gigante cuidadosamente enrollado. Berto mostró las suyas, bastando un simple vistazo para saber con certeza que una de ellas resultaba demasiado grande para los compartimentos de la cabina de pasajeros.
—¿Por qué han llegado tarde a facturación? —cuestionó inquisitiva la fémina.
— Tuvimos un problema con el tren —contestaron casi al unísono los pasajeros en tierra.
— Me temo que no podrán volar —sentenció la mujer con una expresión facial cercana a la compasión.
— No puede ser —afirmó Berto acercándose a su igualmente abatido colega—. Vamos a hablar con ella, a ver qué solución nos puede dar. Conjuntamente se acercaron, tomando la palabra quien se encontraba más próximo al mostrador.
— Qué podríamos hacer para volver a casa? —preguntó Fede.
— Permítame un momento que mire… Hay dos vuelos más a Madrid hoy pero están completos, el siguiente con plazas disponibles sale mañana a la misma hora que el de hoy. Procuren no llegar tarde —afirmó con una sonrisa cómplice en la cara.
— ¿Tenemos que pagar algún suplemento? —acertó a decir con una relativa relajación en su rostro.
— No, sólo dadme las gracias —concluyó la mujer.
Aliviados mas con el asombro de la situación, los aspirantes a Viktor Navorski se apartaron unos metros del mostrador con unas caras que mezclaban asombro, contrariedad y sorpresa con la misma destreza con la que un experimentado barman prepara un cocktail.
— No puede ser que nos esté pasando esto —escudriñó Fede para terminar mirando a su amigo— ¿Qué hacemos?
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